En triatlón la prueba más dura es el Ironman.
Como su nombre indica es un reto de fortaleza y resistencia porque hay que cubrir 3.8 km nadando, 180 km en bici, para terminar corriendo una maratón de 42,2 km.
Después de varios años haciendo triatlones de distancias más cortas, en 2010, me decidí a probar la experiencia.
No voy a contar que fue fácil, porque sufrí más de lo que esperaba.
Se me cargaron las lumbares nadando, de tantas horas en la bici ya no sabía cómo sentarme sin que me dolieran las posaderas y corriendo tuve dolores intermitentes que fluctuaron de las rodillas a las costillas y a las lumbares y al estómago.
Pero en lo más duro de la prueba, cuando yo ya estaba en la parte de carrera y otros aún seguían en la bici, entendí de qué iba todo aquello.
Tener a toda esta gente junta, persiguiendo el mismo objetivo (acabar), hace que formes parte de algo mayor, más grande que tú, y eso te da fuerzas para seguir cuando lo lógico, lo saludable, lo que REALMENTE te apetece, es dejarlo, parar el sufrimiento.
Y todo se reduce a ver hasta dónde eres capaz de llegar, a expandir los propios límites más allá de lo que podías imaginar.
Porque si sólo gana uno, ¿qué demonios hacíamos allí los 2.199 restantes?
Pues es que había 2.199 metas y objetivos e ilusiones, que representaban muchos esfuerzos, sacrificios y renuncias para un día. Que no es un día, sino que es una fiesta, una celebración, de lo locos que somos los humanos.
Seres (supuestamente) racionales que parecemos muy poco cuerdos cuando nos hacemos padecer incomodidades innecesarias así, pero que gracias a ellas nuestra vida tiene más vida.